Pensé precavidamente: Llegaré a la esquina, y ahí tomaré a pie por la avenida Santa Fe. Era lo más seguro. Caminaré unas cuadras y llegaré a Santa Fe y Pueyrredón. Santa Fe es una avenida comercial iluminada por las vidrieras de miles de negocios.
Imposible tomar un taxi para ir en auto a la farmacia pues no ví a ninguno pasar por la calle vacío sin pasajeros.
Los taxímetros de la noche principalmente trabajan el público noctámbulo, la gente que sale de los cines, de los restorantes, de las fiestas, de las boites, de los bailes.
Estaba realmente oscuro. Apuré el paso.
Todo anda bien hasta que uno ve que todo anda mal. Pues sentí que una sombra se deslizaba por detrás mío, e inmediatamente percibí en la garganta la hoja de un cuchillo de acero.
Al mismo tiempo, oí una voz que me ordenó me dejara empujar hacia un árbol, y que me saludó en estos términos no muy cordiales:
_ Hola… ¿Qué tal? Ni se te ocurra resistirte, o gritar, porque te hago fiambre. Dame el teléfono móvil, y el dinero que tengas, y no te hagas pis ni te cagués de miedo, que ya tenés olor a mierda.
A pesar de todo, la oscuridad y mis nervios, logré ver la cara del asaltante: Era un chico de no más de trece años. A esa hora, despierto, trabajando, y por la calle. Mañana: ¿No llegaría tarde al colegio? ¡Pobre, le podían poner media falta!
El acero de la hoja del cuchillo en mi garganta comenzó a dolerme en el corazón. ¡Juventud! ¡Divino tesoro!, escribió Ruben Darío, pero está muerto, bien muerto, y no sé si la gente lo sigue leyendo.
Aunque no se lo dije, porque afortunadamente no hubo oportunidad, en algún rincón recóndito de mi memoria, escuché una voz cerebral silenciosa, tal vez la voz de mi padre o de un ancestro (¡Oh tiempos! ¡Oh costumbres!) que por mi, le decía al pibe chorro con la severidad de otros tiempos:
_ ¿Cómo es que asaltás tan desaliñado? ¡Miráte! ¿No tenés madre o quién cuide de ti y de tu apariencia en el trabajo? ¡Pues ve a peinarte! Y no vuelvas hasta que tengas hecha la raya en el cabello! ¿A ver las manos? ¡No te las lavaste! ¡Y estás sin corbata! ¡Los zapatos sin lustrar! No contestes. ¡Cuando hablan los mayores, los mocosos callan!
Y al mismo tiempo que yo entregaba mi cartera y el teléfono celular, movido por un instinto de supervivencia hice todo lo posible por parecer conforme, tranquilo, y despreocupado.
¿De qué sorprenderme? ¿Acaso los asaltos no son sensaciones de todos los días?
¿El dolor de cabeza? ¡Igual que antes! Claro, si no tengo el para Z mol.
No sé si salir de nuevo a comprarlo: ¡A ver si de nuevo me asaltan!
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